Miedo de mostrarme como soy. Miedo al rechazo. Miedo a perder a personas que pensé que dejarían de amarme si conocían esa parte de mí.
Pensé que esconderme me protegería. Que, si ocultaba esa parte de mí, todo estaría bien. Pero lo que parecía protección era, en realidad, una cárcel. Una celda invisible que me alejaba de los demás, pero, sobre todo, de mí misma.
Con el tiempo entendí que esa parte que intentaba ocultar no era un defecto, ni un problema, ni una amenaza. Era una parte tan mía, tan importante como cualquier otra. Vivir negándola tenía un costo que pagué durante años, poco a poco, sin darme cuenta.
Una vez que me permití ser quien soy, muchas partes de mi historia empezaron a tener sentido. Cosas que antes me dolían sin saber por qué. Momentos de mi infancia o adolescencia que no lograba entender. Sentimientos que no tenían nombre. De pronto, todo empezó a encajar. Ya no era confusión, era identidad. Comprendí que no estaba rota: estaba escondida.
A veces creemos que al callar evitamos el dolor. Pero ese silencio también duele. Pesa. Oprime. Resulta que, tratar de evitar el dolor no lo elimina, solo nos da nuevos dolores.
Salir de ese lugar no fue fácil. Me tomó tiempo darme cuenta. Mucha ayuda. Mucho amor (incluyendo el mío). Hasta que un día entendí sé que ser yo no daña a nadie. No tengo que proteger a otros de quien soy.
Muchas veces este camino sigue sin ser fácil, pero también he aprendido que dejar de esconderse vale la pena. Vale la pena vivir siendo fiel a quien eres. Aún cuando hay dudas, porque nada duele más que negarte.
Hoy, ese miedo todavía aparece a veces. Aún me escondo, a veces. Pero también hay orgullo. Orgullo por haber llegado hasta aquí. Por mirar atrás y abrazar a la persona que fui, a esa niña que no entendía lo que pasaba. Orgullo de seguir caminando, con todo lo que soy.
Orgullo de ser completa y plenamente, yo.